21.5.11

La esfinge y el mar


El viento no dejaba de desordenar mi cabello, era domingo pero tampoco importaba. Un suspiro, tal vez dos, el tiempo pasaba igual que el mar con cada ola. Los pelícanos ensayaban coreografías familiares, sin ningún desafío, para un día tranquilo. Las pardelitas corrían tan rápido que parecía que habían olvidado que tenían alas. El paisaje sereno de una mañana de otoño, sin visitantes, me mimetizaba con la arena.

Alistaba lentamente mi bolso para ya regresar a casa, cuando noté que tenía compañía, no sé cuánto tiempo estuvo a mi costado, pero su presencia era como la brisa misma. Me senté un poco hacia atrás para observarlo mejor, él no se movía, ni dejaba de mirar al mar. Me pregunté qué tanto podría pensar sin siquiera pestañear; hasta que volteó y se sentó mirando hacia mí. Tenía el pelo muy negro, con algunos mechones blancos, los ojos tristes del dulce color del toffee. Era simplemente un perro vagabundo.

Nos miramos como si intentáramos reconocernos; en su mirada intentó decirme algo, que no logré sintonizar; empecé a llamarlo de mil modos, y sólo logré que moviera la cola. Por unos segundos, pude sentir su tristeza pero no su abandono; verlo tan dueño de sí mismo me recordaba que él era libre y yo no era necesaria porque estaba de paso.

Desconfiado, con su lento caminar, se acercó más, pero siguió mirando al mar. ¿Acaso un perro puede advertir la belleza, la paz, la inmensidad, el misterio? El perro negro dejó su postura de esfinge y corrió. Lo vi saltar y jugar como un niño, en cada salto él y la playa se hacían uno.

Volví a casa y recordé que las mejores fotos son las que se quedan en la memoria del alma. Esta es una de ellas.

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