“Soy Teodolinda, pero pueden decirme Teo”, dijo nuestra guía.
Esa mañana, dos horas antes, habíamos llegado a Chachapoyas e iniciamos el recorrido hacia Gocta. Teo analizó a cada aventurero, preguntó procedencia, problemas de salud, alergias, todo lo necesario para elaborar un breve perfil del grupo. Muy orgullosa nos enseñó su radio, como quien transmite seguridad en caso de accidente o contratiempo, y ofreció llevar caballos para quienes dudaran de resistir seis horas de camino, subiendo y bajando, bajando y subiendo.
El poblado se veía cercano, dudábamos que fueran seis horas en total. Yo era la tercera en la fila. Mirando a todos lados, olvidaba mirar dónde ponía los pies y tropecé dos veces. Teo se acercaba a cada uno para cerciorarse que iniciábamos bien el camino. El verla avanzar con firmeza me incitó a preguntar cómo llegó a guía. Teo retrocedió en el tiempo, tenía 48 años y tocaron su puerta para preguntarle si quería ser guía.
Como parte de un proyecto que formaba lugareños como guías para el turismo de Chachapoyas , fueron convocadas muchas mujeres hasta cumplir un porcentaje de inscritas, pero nadie se animaba. Puerta a puerta la respuesta era negativa, hasta que Teo dijo “sí”; fue la primera, y pensar que fue para apoyar al joven que no tenía a nadie en su lista. Con muchas dudas llegó a las capacitaciones, aprendió lo básico de la ruta y sus secretos, y se entrenó tanto cuanto pudo para emprender su primer trabajo fuera de casa.
El primer grupo no tardó en llegar, tenía todo organizado, recordaba las miles de recomendaciones, los problemas y soluciones posibles, todo entraba en su mochila y en su mente; pero, Teo no contó con que cada visitante era diferente, complejo y simple a la vez. Fueron siete personas, cuatro hombres y tres mujeres, todos adultos, sabían que tenían un recorrido no muy sencillo, pero se quejaron de todo, le increparon a Teo el por qué no les advirtió antes de ir, de por qué no los ayudaba, y tantas cosas más, se quejaron con el supervisor y Teo pensó que todo había terminado. Sólo quería volver a casa y ocuparse de su familia, olvidarse de ser guía. “No es mi tiempo ya” se repetía. Sin embargo, su supervisor le dijo “es ahora que estás lista, si pudiste completar el guiado con personas tan difíciles, sin accidentes, lo puedes todo. Nos vemos mañana”… y Teo volvió.
Ya pasaron cinco años, dice, y se ríe de las historias que recuerda. Me cuenta del canto de las aves que no podemos ver, y yo muero por fotografiarlas. Su esposo los graba, me cuenta, perdido entre el verde follaje y el coro de la catarata de fondo. Le pregunté si los vendían en discos, ella sonríe y me dice “sólo no quiere olvidarlos, ni que yo los olvide”.
Mientras me agachaba a recoger una piedra fosilizada, ella fue a ver a la cuarta caminante. Aquel día, me sentí tan libremente unida al lugar, que el ver y oír cada detalle me sugería una historia distinta, entretejida con miles más de ellas, todas vivas, columpiándose en alas del viento. De seguro, para los ojos de otros caminantes, mis huellas se borrarían, pero Teo y yo sabemos que nunca dejaré de ser parte del lugar.