Desde hace varios meses frecuento el valle Santa Catalina, muy pocos lo conocen por su nombre, sólo los distritos son conocidos, Poroto, Laredo y Simbal, es la parte rural de Trujillo, tan rica que nos provee de las hortalizas más frescas, siempre es interesante llegar por allí, para mí es un respiro encontrarme con esos matices verdes, tierras cultivadas y gente trabajando al sol.
Esta vez no fui para hacer ninguna de mis visitas de seguimiento, esta vez fui porque me invitaron para caminar un poco, para reir y jugar al cruzar un río, para verme a mí misma en medio de remolinos inesperados de miedos y encantos al trepar un cerro y sólo desear lllegar a la cima, sentirme libre y por un instante triunfante, redescubrir las líneas que otros trazaron y que, algunos llaman petroglifos. Fueron instantes que solo confié en personas menores que yo para dar un paso y no caer, confianza que logró regresarnos al llano y ver el camino andado maravillados y con un hambre atroz.
El paseo duró casi tres horas, no había planeado la ruta, el camino dio por resultado un chapuzón en jeans y polo, gracias a un río que quiso saludarme euforicamente; un pantalón roto por trepar con él mojado, casi doscientas fotos y muchas historias guardadas en el bolso. Pensé regresar a casa con ganas de dormir largo, pero el aroma de un pato estofado casero me detuvo, junto con el cálido saludo de una familia, que esperaba nuestro retorno ansiosos de escuchar nuestros relatos.
Pero el tiempo vuela, el cariño queda y uno tiene que partir... volvemos a casa.